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Vesubio.

  Ahora voy a abrir la puerta , el cielo se ve azul y voy a salir a caminar, una pausa en medio del encierro es una bocanada de aire fresco en medio de los estertores arrasada por la lava de un volcán con nombre, “ahora voy a abrir la puerta”, repite mi voz dentro del  túnel que por primera vez atravieso mientras veo que mi volcán le abre la puerta a la policía diciendo “debí haberla internado, no me lo puedo perdonar” desde mi cuerpo morado de golpes iracundos, inerte y frío.

Inocencia interrumpida.

  Aquel extraño sueño parió a Marina.  Inolvidables sus ojos de cielo y el  pelo largo cayéndole por la espalda del uniforme del liceo.  Increíble encontrarla por la calle, cuarenta años después. Dubitativo, la llamó por su nombre. Ella giró, y respondió con el suyo. —¿Nos vemos? —propuso él, y para su sorpresa, ella aceptó.  Por eso, no entendía por qué Marina demoraba;  le había comprado el vestido blanco y la había pensado de mil formas.  Le timbró. Y recibió la más desconcertante de las respuestas.  “Malagradecida”, maldijo. No había hecho nada malo.  Su único pedido fue que usara zapatos de taco.  Marina lo había dejado plantado después de pronunciar aquellas dos humillante palabras y mandarlo a vestir el traje de enfermerita: Pajero García. 

Ahora o nunca.

  Por la ventana vio la luz: “Es ahora o nunca”, se dijo. Ningún momento se perdería en el tiempo,  nadie podía imaginar lo que había visto.  Con la bombacha veintisiete completó la colección que venía preparando desde entonces, envolviéndola en papel satinado.  Adiós refuerzos de mortadela, bienvenido caviar.  Fue al subsuelo de Tres Cruces y despachó el paquete al que le adjuntó la siguiente esquela manuscrita:  “Querida Melinda: Recibe estas prendas y mi corazón, que te esperan desde 1994. Con amor, Replicante García”. 

Múltiple opción.

 — La penúltima . — ¿Y así nomás lo decís? ¡No tenés vergüenza! —¡Te contesté! —¡Sinvergüenza! ¿Alguna vez te faltó la camisa planchada o la cena servida cuando llegabas después de estar fuera todo el día con quién-sabe-quién empinando el codo? ¡Sólo te pedí una respuesta! Aquello era imperdonable, la penúltima de la lista. Porque la señora de García estaba segura de que era la primera. Pero si García decía la penúltima, sería la penúltima. “Y era la penúltima, nomás”, pensaba estupefacta la señora de García, con el viento soplándole en la cara, mientras García manejaba la flamante nave cero Ká descapotable que se habían ganado en el sorteo después de haber seleccionado la respuesta correcta.

Carne fresca.

  Como era de esperar , García una vez más había pecado, no había podido resistirse a las tentaciones de la carne fresca. Contrariamente a lo que podría creerse, no lo aterrorizaba tanto el ir a confesarse con el padre Bermúdez, sino la reacción de “aquella”. Utilizaría la pirámide ad hominem. Se concentró. Anotó: “Ella me provocó. Yo quería irme pero seguía insistiendo.” Sí y solo sí fuera necesario agregaría “Me encerró en el local”. Al llegar a casa, García repitió cual mantra, su excelsa argumentación. Pero la señora De García lo superó, bajando al máximo nivel de la pirámide ad hominem: “¡Ya te dije que no se puede comer carne, infeliz, y vos seguís sin respetar la veda y te vas a las carnicerías de Canelones!”

Destino fatal. (Primer Premio)

  Todavía queda media hora. —Cuídense, los amo —le digo a mi familia, celular en mano, mientras me limpio la transpiración que me genera lo irreversible. El avión avanza. Pienso en las probabilidades. Una en un millón. Debería estar feliz por haber salido favorecida en esta lotería. Ya veo el blanco. Por qué no pierdo la conciencia y ya. Tengo taquicardia. ¿Me haré pedazos? ¿Explotaré? Se va acercando más. Más. —Ahora sos Mimí. Acá está tu nuevo pasaporte y tu esquina. Y si no te portás bien, vos y tu familia… pum. —me dice el rufián. Y el avión aterriza en Milán.

Marcha atrás. (Primer Premio)

  El timbre anunció que no había marcha atrás. Paralizado y perplejo, acurrucado como un bicho bolita, con la cabeza gacha, las piernas flexionadas y sus brazos abrazándolas, Rubén aguardaba inmóvil su fatal destino. ¿Por qué ignoró las piezas que no cerraban en aquel rompecabezas? Debió haber sido más precavido, pero ya era demasiado tarde. La imponente figura lo intimidaba: su mirada seria, las formas perfectas, la pollera roja de tul que danzaba al son del ventilador… la criatura se le acercaba, irremediablemente: —Sh…Te llegó la hora— le susurró al oído —Bo, bombón. ¡Ay! Ese timbre de voz fatal.